Hablaré desde mi experiencia personal. Creo que solamente en mi adolescencia he escrito desde la tristeza. De hecho, entre mis amigas estábamos de acuerdo en que la tristeza servía para ponernos creativos. ¿Y por culpa de quién? Por las imágenes del artista sufriente, que desde el romanticismo nos han metido en la cabeza. Si el artista no sufre, no tiene algún tipo de adicción, o trauma, no es artista.
No quiero aquí hablar de sensibilidades ni de la validez y honestidad de todas las emociones. De hecho, todos sufrimos, todos tenemos algún tipo de adicción y todos sufrimos algún trauma. El problema, a mi ver, son las imágenes estereotipadas y las meras copias o apariencias.
Lo que quiero escribir, en realidad, ahora mismo es qué le ocurre a la tristeza cuando uno comienza a escribir, es decir, cuando uno, finalmente, tipea la primera palabra en la pantalla del ordenador. ¿Qué ocurre con la tristeza? ¿La sienten? No. Simplemente, desaparece.
Por eso digo que es verdaderamente muy difícil escribir desde la tristeza. Cuando uno logra superar todos los obstáculos que genera la tristeza (¡qué astuta!) y se sienta frente al papel o la computadora y comienza a escribir, la tristeza ya no está más. No vamos a escribir desde la tristeza, porque el motor creativo no se nutre de ella. Nunca se nutrió de ella. Nuestro motor creativo se nutre de la vida. Podré escribir sobre la tristeza (como lo estoy haciendo ahora mismo), podré escribir un poema emotivo o una escena lacrimógena, pero no es la tristeza la que me está dando la fuerza. Al contrario, la tristeza es la fuerza contraria; es la fuerza que quiere que no me siente a escribir. La tristeza es, sí, sí, sí, uno de los monstruos del autoboicot.