Hay días y días. Evidentemente. Días en que una está clara, certera y sabe con profunda fe que todo lo vivido la ha llevado a ser quien es ahora. Y quien es ahora es una versión muy mejorada de la versión anterior. Entonces respira y se alegra. Y hay otros días en que todo parece un caos, y la percepción de uno mismo es que todo ha vuelto a ser el mismo infierno del pasado.
Cuando se viene trabajando sobre uno mismo, esos días de confusión son normales, y en algún momento frecuentes. Imagino que, a medida, en que uno avanza, el camino se va despejando y ya no se encuentra arrebatado por esos sentimientos antiguos. Es como si quedaran aún bichos dentro de nosotros, modos de pensar que nos torturan y nos alejan del día anterior, por ejemplo, cuando disfrutábamos del sol, de las cosas simples. Son retrocesos normales, aislados, que nos permiten reconocer con fuerza dónde aún estamos pisando el palito; cómo podemos despejar determinada emoción que persiste, pero ahora, a la luz de la experiencia, podemos despejarla con mayor sabiduría y, sobre todo, eficacia.
El camino es maravilloso, compañeras y compañeros, y nos debe hacer cada días más libres, más felices, más creativos, y, principalmente, más sanos.
La escritura, en este sentido, es una herramienta maravillosa para poder verter sobre una hoja toda la basura o maravilla mental que acumulamos en días, años o incluso décadas. Sacar de nuestras cabezas aquello que persiste, nos ayuda a domar a nuestras fieras y a recuperar nuestro poder personal sobre lo que vivimos.
El ejercicio de poner en palabras, el ejercicio de decir, es un aprendizaje para escucharnos y darnos el permiso y el tiempo para comprender y sentir todo aquello que está dando vueltas por nuestro cuerpo. Y detenernos unas líneas para indagar sobre ello, les aseguro, es un gran regalo. Una práctica sobre nosotros mismos que, inevitablemente, se volcará también hacia los demás.