A menudo se habla de la creatividad del ser humano como un río subterráneo; como un río dentro de la psiquis. Me gusta mucho imaginar en el plano sutil un torrente fuerte y cristalino.
Sin embargo, es bastante común, sino absolutamente general, que ese río se estanque, se contamine, se detone con petróleo o elementos altamente tóxicos y, nosotros, del lado 3D de la vida, estemos desconectados, descontentos. Chotos.
La contaminación del río puede deberse a causas externas -el famoso “otro” y su “culpa”- o bien ser nosotros mismos los causantes de tamaño daño.
Ahora bien, esta es la realidad: el río está sucio y tenemos dos opciones. Una. Dejarlo así de por vida -y seguro conocés gente que tiene su agua hecha un escándalo de sucia- o dos, tomar cartas sobre el asunto. Ponerse a limpiar.
¿Cuáles serían unos buenos métodos de limpieza de las aguas internas?
Crear (escribir, cantar, pintar, cocinar, etc…) cualquier cosa por más insulsa, descorazonada, carente de estética o pequeña sea. Sin pausa. Cuando uno está manejando, llueve a cántaros y entra a una calle inundada lo único que debe hacer es seguir hacia delante, nunca parar. Aquí es lo mismo. Quien para se estanca en la brea.
Mantener el ego herido a raya. Bien a raya. No hay peor consejero en la vida que el ego herido y sucio por el río apestoso. Nada de lo que te diga será real; serán puras excusas y victimizaciones.
Rodearse de aquellos a los que les guste lo que creemos y, de paso, nos digan cosas bonitas al respecto. Mimos. Mimos. Y más mimos.
Apelar y verdaderamente creer que esa limpieza es un regalo medio clave para no terminar siendo un ciudadano monocromo.
Proteger el proceso. Protegerlo mucho.
Y al que no le guste, alpiste.